El veneciano Gabriele Condulmer fue papa con el nombre Eugenio IV (1383-1447). Gobernó desde el año 1431 a 1447. Su tiempo fue particularmente complicado, porque tras los duros avatares del cisma de occidente, el movimiento conciliarista había alcanzado gran potencia. Por este motivo, el capítulo que dediqué al pontífice número 207 en “2000 años liderando equipos” (Kolima, 2020), lo titulé: ¿Aquí quién manda? ¡Con qué frecuencia sucede esto en múltiples agrupaciones públicas y privadas del siglo XXI!
El pontífice planteó una reforma general de su institución. Todos los obispos de Roma que, a lo largo de los más de veinte siglos desde su fundación han tenido sentido común, han promovido esa necesidad. Nada diferente de lo que sucede en cualquier entidad mercantil o financiera, pública o privada, pues la tendencia de la criatura humana a la malicia, la rutina, el acostumbramiento y la molicie está inserta en lo más íntimo de su ser.
La propuesta del CEO italiano sirvió a Giovanni Nider (+1438), dominico, para apalancar una reflexión especulativa. El seguidor de santo Domingo afirmó que en la práctica era imposible que se produjese una transformación general abarcando tanto al timonel como a cada uno de sus seguidores. Aseguró que, basándose en su experiencia, únicamente eran viables metamorfosis parciales. Con el objetivo de detallar su propuesta escribió un texto que tituló «Formicarius». Es decir, el hormiguero. (Para los despistados: nada que ver con el programa televisivo).
El titulo parte de la costumbre propia de esos insectos de construir su morada a base de habitaciones pequeñas que diseñan para protegerse, tanto del calor como de la lluvia, gracias al posicionamiento adecuado de algunos vegetales. Para el autor, es la imagen adecuada para quienes participan en los concilios. Los superiores tienen la responsabilidad de reformar, en la medida de sus fuerzas, a sus subordinados en cada una de sus estancias cuando han sufrido daños. Nada disímil de lo que acontece en un comité de dirección formado por gente de bien.
Quiere esto decir que debe formarse a las personas sobre el modo de servir a los demás, defenderles de las pasiones y de los asaltos de los enemigos. Deben hacerlo tanto de palabra como mediante comportamientos concretos. Desafortunadamente, puntualiza Nider, acaece más bien al contrario.
El autor de «El Hormiguero» insiste en que los concilios de Constanza y Basilea habían impuesto la especial misión de trocar desde la cabeza a los miembros (desde el CEO al último en la jerarquía). Mucho se había hablado, sobre todo en Basilea, de esa remodelación. El concilio, por mor del título de casi todos los documentos emanados, se había denominado el concilio de la reforma, porque esta constituía un encargo preciso. ¡Cuántas reuniones directivas se plantean tan sublimes objetivos!
Hoy, puntualizaba el escritor del siglo XV, después de seis años que se discutió en torno a la corrección de los diferentes estamentos, no se puede apreciar ningún resultado. Se preguntaba si había esperanza de que pudiera producirse en el futuro. Y respondía que, por lo que hace referencia a la completa innovación de la estructura institucional no cabía esperanza. Faltaba según él buena voluntad. Desde su punto de vista, los malos sentimientos de los directivos lo impedían.
Propuso un ejemplo de la construcción. Donde un arquitecto, incluso válido, no disponga de material adecuado, madera o piedra, no podrá levantar un edificio. Y si hubiese leña y piedras de excelente cualidad, pero no hubiese constructor, tampoco habría casa. Por último, señala que si alguien supiese que una casa no es apta para sus amigos o fabricarla extrañaría, sabiamente es mejor no erigirla.
Propuso aplicar estos tres casos a la mejora global de un colectivo para reconocer la imposibilidad. Insistió en que es viable una evolución parcial como en cualquier organización de cualquier época.
Eugenio IV comenzó la muda en el único modo que era posible: mediante la regeneración de las personas. Durante su mando, dedicó la máxima atención a corregir las costumbres del clero tanto regular como secular. Es decir, los mandos intermedios.
En realidad, se viese como se viese, lo que faltaba eran hombres suficientemente implicados. Lamentablemente, algunos que se llenaban la boca clamando sobre la necesidad de llevar una vida más austera, se movían seguidos por una cáfila de servidores. En ocasiones, dilapidaban tiempo y dinero en la caza o en lujosos banquetes. El anhelo de Eugenio de retornar a la estricta observancia no obtuvo la integridad de los frutos que hubieran sido deseables. Con todo, pudo contar puntualmente con colaboradores eficaces, entre los que no puede dejar de mencionarse a Bernardino de Siena (1380-1444) y a Juan de Capistrano (1386-1456).
Promover mutaciones completas y definitivas es irreal. Los directivos han de plantearse metas parciales y sucesivas. Los objetivos han de ser pocos, concretos y razonablemente fáciles de cumplir. Las personas y las corporaciones en las que trabajamos pueden y deben evolucionar. Difícilmente una revolución mejora lo pasado de forma consistente y coherente.
Revolucionario suele ser aquel que anhela cambiarlo todo menos a sí mismo. ¡Qué se lo pregunten a cualquiera de las docenas de miembros de servicio del pretendido igualador de clases, Lenin! Cuando le planteaban que la revolución comunista había sido realizada para ser todos iguales, respondía con sorna agresiva:
-¡Para que todos seáis iguales!
El cambio bien entendido comienza por uno mismo. ¡Si queremos que los demás sean puntuales, seámoslo nosotros! ¡Si esperamos más productividad, vayamos por delante! ¡Si precisamos mayor formación, estudiemos primero nosotros! Nada mueve tanto como el ejemplo.
Javier Fernández Aguado
Socio director de MindValue