A medida que ascendemos por la escalera del poder y nos rodeamos de privilegios y signos de estatus, aparece ese ego seductor y excluyente que tiende a aislarnos.
No estaba descaminado Andy Warhol cuando anunció en 1968 que “en el futuro, todos seremos mundialmente famosos durante 15 minutos”.
Si el escaparate digital hace que cualquiera pueda ser famoso por un breve período de tiempo, la granja de las vanidades nos muestra uno de los animales que más han crecido a la sombra del poder, el ego narcisista que nubla la visión del directivo.
A medida que un directivo asciende por la escalera del poder y se rodea de privilegios y signos de estatus, aparece ese ego seductor y excluyente que tiende a aislarnos y hacernos perder contacto con la gente, con la cultura real y, al final, con nuestros clientes.
¿Cuántas veces nos hemos callado opiniones frente a nuestros jefes, porque sabemos que no les gusta escuchar un criterio diferente?
Y como jefes, seamos sinceros, ¿no nos gustan más esos colaboradores que nos dicen lo bien que lo hacemos, frente a los críticos que nos incordian con sus comentarios?
¿Y cómo no hablar de los políticos, cuando en realidad anteponen su ego frente a los intereses generales de la sociedad a la que sirven?
Cuanto más poder vamos acumulando, más notamos que la gente tiende a complacernos, a prestarnos más atención, a aceptar más fácilmente nuestros argumentos, y a reírnos las gracias.
Todas estas cosas masajean y cosquillean nuestro ego, haciéndole crecer y esperar su ración diaria de adulación, porque es insaciable.
Es lo que los expertos denominan como Síndrome de Hubris, un desorden de la personalidad, que padecen ciertas personas que ejercen el poder, y provoca una conducta prepotente, narcisista e incapaz de cambiar de opinión.
Un ego excesivo puede acabar deformando nuestra perspectiva, empequeñecer nuestra visión de las cosas, corromper nuestros valores y, finalmente, afectar negativamente a nuestra mente.
Un ego exacerbado representa un elevado riesgo para nosotros, para nuestra gente y para nuestra organización.
Nos hace muy vulnerables ante los demás al hacernos más predecibles, más manipulables.
Por otra parte, a mayor ego, menor aprendizaje ante los errores y fracasos, que no asumiremos como propios y, lo que es peor, seremos sordos frente a quienes se atrevan a contradecir nuestra opinión.
Sordos y ciegos, que no mudos, frente a todo aquello que difiera de lo que pensamos.
Liberarse del ego adictivo no es tarea fácil. Exige tomar conciencia de ello, capacidad de desapego, y coraje para nadar contracorriente.
No está al alcance de cualquiera renunciar a aquellos privilegios que sólo sirven para alimentar nuestro ego y estatus, rodearse de gente que nos diga siempre lo que piensa, y ser humildes y agradecidos.
Hace falta tener gran seguridad en uno mismo para darse cuenta que, las opiniones que nos hacen replantearnos nuestra propia visión sobre las cosas, son las más valiosas.
Si nuestra capacidad para liderar y gestionar las transformaciones es cada vez más importante, el ego es un lastre muy peligroso.
Nos desconecta de la realidad, nos invalida para dar ejemplo personal, y nos desautoriza para encabezar la expedición.
Seres superiores, pero profesionalmente autistas. Porque el liderazgo trata de la gente, y la gente cambia continuamente.
Si dejamos que nuestro ego condicione lo que vemos, lo que oímos, y lo que creemos, habremos dejado de ser ejemplares, útiles e influyentes.
Como dice el escritor Marcos Chicot, “nada nos ensordece tanto como nuestras propias palabras”.
Porque nosotros, los de entonces, aquellos que intuimos que en tiempos de cambio es más importante escuchar, observar y avanzar ligeros de equipaje, seguimos siendo los mismos.
Tomás Pereda
Colaborador de Foro Recursos Humanos, de AZC GLOBAL