Tiempos de paradoja. La revolución digital no es una opción, impacta en el ser o no ser de casi todas las empresas, pero más del 70% de los procesos de transformación fracasan, gran parte por subestimar la cultura, esa zona mental que por ser invisible aparenta ser manejable.
La mayoría de las organizaciones ponen el foco en los modelos de negocio, estrategias, tecnología, metodologías y procesos, ignorando el hecho de que gestionar el siglo XXI con mentalidad del siglo XIX es inviable, incompatible con la vida empresarial. Los modelos mentales, bisnietos del management del siglo XX, no solo ya no sirven, sino que impiden una rápida adaptación darwinista, lo que llevará al naufragio de muchas empresas, mientras la orquesta siga tocando en cubierta modelos exitosos de gestión que funcionaron en un mundo de ayer.
Transformar es en esencia cambiar nuestras creencias, nuestra forma de pensar y de relacionarnos, lo cual es la parte más compleja y difícil. Decía Unamuno que nuestras “creencias” nos sostienen, representan el suelo sobre el que nos apoyamos, y por eso las creencias no se piensan, de hecho, no existe la expresión “pienso una creencia”, solo estamos sobre ellas, y por eso decimos: “estoy en la creencia”. Por ello, cambiar el suelo que nos sostiene cada día es peor que un triple mortal. Y de eso se trata la transformación, cambiar lo que no se ve -nuestras creencias más profundas- porque son las que fabrican e impulsan nuestros comportamientos, nuestros hábitos, que en definitiva de eso va el cambio.
Imprescindible que este cambio de mentalidad y comportamiento ocurra primero en la dirección. Sin esto, no hay transformación. No se trata de que la dirección quiera y decida cambiar, sino que tiene que pasar primero por pensar, actuar y relacionarse de manera diferente. No hay transformación organizativa si no comienza por la transformación de uno mismo.
Nadie dijo que fuera fácil. Salvo excepciones, un alto directivo suele llegar arriba porque, entre muchas otras cualidades valiosas, posee una alta orientación al poder, sentido de estatus, y un ego que debe ser regado regularmente. Son anclas que dificultan el cambio individual y que tienden a ser protegidas y preservadas, a veces con argumentos muy sutiles. Solo desde un ejercicio profundo de generosidad, responsabilidad y desapego personal es posible cambiar la propia mentalidad y sus comportamientos asociados.
Cuando eso ocurre, el directivo se convierte en un referente, en lo que hoy consideramos un “influencer”, y ahí comienza el verdadero viaje de la transformación, cuando los demás observan, mimetizan e incorporan los nuevos comportamientos como propios y deseados, al comprobar que responden más eficazmente a la nueva realidad. No descubrimos nada, solamente copiamos lo que de hecho ya pasa en nuestra sociedad actual, en la que el liderazgo transformador real no está en los que mandan, sino en aquellos que son como nosotros, con la credibilidad personal para marcar tendencias y cambiar comportamientos sociales, sometiéndolos a su validación mediante su confrontación con la vida real.
Saber pilotar con eficacia la transformación de una organización se convierte hoy en una de las capacidades más valiosas de cualquier directivo, ya que todo cambia ¡deprisa, deprisa!
En definitiva, seguimos escuchando a Tolstoi cuando afirmaba que “todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”. Porque nosotros, los de entonces, los que sabemos que cada amanecer es distinto de todos los anteriores, seguimos siendo los mismos.
Tomás Pereda
Colaborador de Foro Recursos Humanos, de AZC GLOBAL